martes, 13 de junio de 2017

Mi cuerpo es frágil; está cuarteado justo por la mitad. Si sigues la línea me encontrarás mística y verás todos los secretos de los que nacen, de los que mueren, de los que se ahogan de tanta vida. Pero estos reflejos se repiten en los pliegues de cada una como las partículas en un puño de tierra cualquiera. No hay nada en los tonos, en los bultos y en los diseños que refiera a algo más que a un mundano presentimiento de mortalidad.
Mi cuerpo es una constante cicatriz, es un templo inacabado que se profana desde dentro. Es un espacio abierto, un foro que atrae con aromas de frutos suaves a quien pasa despreocupado, y cuando cae, cierra sus puertas, abraza en un tosco intento de aprehender el aire nuevo para regresar luego a su estado expuesto. Extiende otra vez las redes a la fauna —lo digo con la mejor de las intenciones— que camina sobre él con toda cautela; un jabalí es libélula sobre mi vientre.
En la pesadez de un día excesivamente soleado, he pedido a los amigos un regalo: haremos un homenaje a los pechos, a la tristeza, a la lumbre.
Acuden pisando la tierra apenas con la punta de los dedos, tanteando por si hay alguna trampa, porque esta no es una fiesta. En cambio, le decimos que no a mi cuerpo: que no es tan vasto, que cuando se derrumbe crecerán sobre él hilos de hierba, que es destrozable, penetrable, altamente prescindible: un alimento para un solo día, que mañana volveremos todos a estar hambrientos y será olvidado como olvidamos el pan que engullimos ayer.

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