miércoles, 18 de diciembre de 2013

Lo que tengo es hambre

Yo también encuentro raro comenzar con la propagación de mi infección virtual hablando sobre comida, porque no quiero decepcionar después si alguien llega a creer que esto irá del buen comer y del mejor beber. En realidad esto no va de nada, aunque mis intenciones no son, sin embargo, tan modestas. Es un poco irónico: un todo que se compone de muchas nadas, o de cómo la recopilación de la insignificancia se convierte a final de cuentas en columna vertebral. 

Este lugar será, poco a poco, seguramente, un dolor traseril en ocasiones y un anaquel de anciana con piezas de porcelana recubiertas de capas gruesas de polvo en otras. Pero lo que presumo como inmutable es la siguiente sentencia, que bien podría convertirse en la visión y misión de este espacio: sobre todo orden imperará el caos en estas páginas que recogen toda la tristeza de lo impalpable y perecedero como una reproducción (natural, por defecto) del caos que conlleva la vida de una humana cualquiera. Y es que hace mucho, hace tanto que tengo la vaga sensación de haber sido todavía un trozo de carne informe, me despegué de la obsesión por clasificar y ordenar muchas cosas importantes e insignificantes por igual, y como resultado de esta falta que espiritual, emocional e intelectualmente es tan intensa que incluso me revuelve los cabellos, el único formato que se me ocurre que podría surgir (y que ya está ahí, en la vida real, pero no en el plano de lo documentado todavía) es el collage

Expuesto lo anterior, y sin una educada pausa que separe la introducción de lo que debería ser una entrada diferente, el primer recorte es un homenaje a todos los postres franceses de los que he leído los nombres en libros de literatura, a los banquetes medievales devorados por reyes muy gordos y princesas rollizas, a los menús de los restaurantes, a los programas de televisión sobre cocina, a los platos de las madres, a los de las abuelas, e incluso a los puestos ambulantes de frituras en las plazas. 

Éste es un recordatorio del hambre, pero de un tipo de hambre permanente que supera a la glotonería y el antojo, pues es insaciable, apenas comparable con la barriga redondísima de un cobayo que no deja de chillar aun así: único caso de sincera comprensión de la ansiedad de comer, del gusto de engullir, de la inigualable sensación de paladear que he encontrado en mi hábitat natural. 

El hambre que yo tengo no me cabe, me consume, se convierte en el motor y la acción. Es un antojo voraz, una exigencia para con el mundo que no se acaba en el estómago, sino que se transforma en una fuerza mayor que me quiere obligar a palpar todas las texturas existentes, a lamer todos los sabores, a olfatear para que ya no quede aroma alguno en nadie a quien yo conozca y a abrir tanto los ojos hasta que los edificios, las personas y las plantas pierdan poco a poco su saturación natural y se desgasten para quedar como una fotografía descolorida, un recuerdo inútil de algo que ya no conserva su esencia original porque ha sido absorbida.

Todo el día estoy deseosa de devorar. Ansiosa de devorarte, con ganas inmensas de triturar con las muelas, impaciente por abrir las fauces y masticar mi próximo bocadillo... 
Podría ser cualquier cosa; un plato grande de lentejas férricas, una orden de lasaña o el boceto rudimentario de un día de diciembre que me he de preparar con mis propios lápices para condimentarlo con detalles a plumilla después. 

Considero a esta hambre larguísima que en tan buen tiempo llega como uno de los motivos primordiales por los que hoy se inicia este amontonamiento de letras. Hay que tratar de apaciguar la barriga y todo el cuerpo, el espíritu y sus profundidades de algún modo, ¿no? Sólo espero que los dientes me aguanten el ritmo y no se me caigan en trozos el día en que me encuentre a mí misma con ganas de darle un mordisco a la piel de un rinoceronte del tamaño de una montaña rocosa. 


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