Mi cuerpo es una constante cicatriz, es un templo inacabado que se profana desde dentro. Es un espacio abierto, un foro que atrae con aromas de frutos suaves a quien pasa despreocupado, y cuando cae, cierra sus puertas, abraza en un tosco intento de aprehender el aire nuevo para regresar luego a su estado expuesto. Extiende otra vez las redes a la fauna —lo digo con la mejor de las intenciones— que camina sobre él con toda cautela; un jabalí es libélula sobre mi vientre.
En la pesadez de un día excesivamente soleado, he pedido a los amigos un regalo: haremos un homenaje a los pechos, a la tristeza, a la lumbre.
Acuden pisando la tierra apenas con la punta de los dedos, tanteando por si hay alguna trampa, porque esta no es una fiesta. En cambio, le decimos que no a mi cuerpo: que no es tan vasto, que cuando se derrumbe crecerán sobre él hilos de hierba, que es destrozable, penetrable, altamente prescindible: un alimento para un solo día, que mañana volveremos todos a estar hambrientos y será olvidado como olvidamos el pan que engullimos ayer.
En la pesadez de un día excesivamente soleado, he pedido a los amigos un regalo: haremos un homenaje a los pechos, a la tristeza, a la lumbre.
Acuden pisando la tierra apenas con la punta de los dedos, tanteando por si hay alguna trampa, porque esta no es una fiesta. En cambio, le decimos que no a mi cuerpo: que no es tan vasto, que cuando se derrumbe crecerán sobre él hilos de hierba, que es destrozable, penetrable, altamente prescindible: un alimento para un solo día, que mañana volveremos todos a estar hambrientos y será olvidado como olvidamos el pan que engullimos ayer.