Uno de los resultados de un pequeño curso de ilustración al que asistí en vacaciones. Últimamente no tengo tantas palabras. Ahí le dejo por mientras.
martes, 2 de septiembre de 2014
viernes, 2 de mayo de 2014
Llama
En el principio estaba el hombre, y junto con él, revueltos los mamíferos intermedios, los dragones y las quimeras; toda bestia imaginable u oculta habitaba junto con el hombre primitivo en ese entonces.
Una manada de homínidos escapaba
del hueco de la noche al hueco aún más negro de una caverna natural. Ojillos oscuros y acuosos permanecían expectantes de lo que pudiera esconderles la
privación de la luz solar, de las feroces aves gigantescas que de un solo
picotazo atravesaban familias enteras de alimañas en vías de evolución
vengativa, pero también a los prehombres cuyos cuerpos blandos y manos y pies
desprotegidos de garras, mandíbulas y caninos insuficientes, dejaban en la
indefensión total. El más pequeño del grupo caminaba apenas y era tan
vulnerable que en cualquier momento podría ser abandonado como un señuelo para
entretener las fauces de algún oso de hocico corto a mitad de una huída fugaz. Así, la cría debía aferrarse al
cuerpo peludo de la madre por sobre todas las cosas, y en medio de aquella
agitación general, también a él, por instintivo terror prematuro, se le agitaba
el pequeño pecho mientras con los ojos muy abiertos intentaba convertirse en
nocturno y distinguir como en la relativa calma del día, de modo que ni
siquiera se distraía del gran telón con el pezón lechoso al que se abrazaba.
Al lado, acurrucado a la entrada de la cueva y con la cabeza afuera de ésta, un ejemplar
más joven miraba curioso, olfativo, temiendo incluso del aire que le entraba
por la nariz chata y gruesa. Un par más de la misma edad más o menos se
abrazaban en el fondo de piedra con las cabezas metidas bajo los brazos,
alejados de la hendidura que daba hacia la inmensidad. El último era el más
interesante. Tenía manos grandes como piedras rasposas, pecho abultado,
expresión aún más rústica y simiesca que el resto. En él todas las facciones de
los anteriores se intensificaban y llenaban de callos, arrugas y aún más pelo
áspero. Era el líder, el macho alfa que riñe a mordiscos y con las uñas como
garras sobre los pescuezos de los otros machos adultos que pretendían acercarse
a la única hembra y su valor para defender a los demás era tan grande como el desconocimiento de la
Tierra prematura que se portaba como una nodriza que los alimentaba, a ellos,
sus hijos, profusamente con la lava de sus profundidades. Y aún así no se
atrevía más que a mantenerse de pie ante la entrada del refugio, pelando los
dientes verdes al vacío, como midiendo los peligros con el puro tacto del
ambiente en los belfos, girando la cabeza muchos grados a la vez con cada
crujir de quién sabe qué cosas.
Eran del tipo de bestias que
presienten el desastre, el desborde natural. Las horas nocturnas se
alargaban y persistía la sensación en sus cuerpos latentes de que lo que los
amenazaba se encontraba ahí, escondido, sigiloso y estirado, a ras del suelo,
listo para dar el fatal zarpazo. Pero nada ocurrió y eventualmente se
amontonaron como el resto de las criaturas diurnas en una orilla de la caverna.
No obstante, uno de los jóvenes no durmió, sino que quedó despierto, con los ojos esféricos. Fue él
el que encontró la chispa primigenia en su vuelo directo hacia donde estaba. Naturalmente,
la tomó con punta del pulgar y naturalmente también, ésta le ardió en el dedo,
luego le chamuscó un poco del pelo ralo de la barriga para descansar por fin en
la nervadura del piso de hojas secas. El primer incendio dio inicio. El animal reculó con las facciones
agrotescadas por el juego de luces y sombras, las piernas primero débiles y
luego musculosas como las de los pájaros gigantes que recorrían distancias
admirables en segundos. Al salir corría por entre las piedras, se agarraba con
los dedos como garras y esquivaba los obstáculos de un escenario invisible,
casi como prediciéndolos, las manos en el aire, batiéndose rapidísimo para
conseguir el equilibrio necesario para la huída, casi emplumado, los dientes trozando troncos,
piedras y raíces, masticándolo todo a su camino, triturando monstruos y mamuts
de magnitudes maravillosas… Y al verse ya muy lejos, solo, perseguido por nada más que las
estrellas y los nubarrones de un planeta inestable e hirviente, se detuvo y
volvió la cabeza hacia el camino por el que había atravesado. A lo lejos una mancha
del color de una herida abierta que se alargaba cada vez más amenazaba con engullirlo
todo mientras el prehombre se alejaba, también por primera vez, bajo la complicidad y protección de la máxima
negrura.
miércoles, 5 de marzo de 2014
Me duele cuando amarillea,
cuando azulea, cuando amulata me duele:
giran los adornitos,
cabriolines y arqueados, barroquinos.
Giran los adornitos, se enroscan,
retorcidos se juntan y se despegan
son una rama de viñedo trabajosa,
son un garigol,
son la nota prolongada de más de más,
pero son un aliento que se acaba,
son feroz reclamo,
son arcadas del ánimo perdido.
Intento estorboso, inútil,
ridícula mojarra
húmeda diario de llanto,
cháchara incontenible
que se va por las cloacas de la ciudad.
Los puntitos
en principio sólo centro de senos
se encumbran sobre las íes de comatosos pasajes
vagabundos sin oídos ni ojos
que les soporten el desgañitamiento.
Ulcérica escribo con tinta de pez beta
sobre pergaminos antiguos
que elimino con palabras SOLOMÍAS
y recién nacidas cuando te conocí.
Grande lástima: almuerzo de pirañas
en tus ojos, en tu labio y en tus dedos
searrejuntanyseaprietan
y quién puede, ¡Jesucristo!
comprender tal majadería.
Cómo se vierten
las hojas tristes
junto con excretarrados pobres papeles,
cómo las orinan los urogallos
cuando las llevas al tiradero.
Qué vedados nos estarán
hasta el fin de lo infinito
los poderes
de los que -se- comprenden.
cuando azulea, cuando amulata me duele:
giran los adornitos,
cabriolines y arqueados, barroquinos.
Giran los adornitos, se enroscan,
retorcidos se juntan y se despegan
son una rama de viñedo trabajosa,
son un garigol,
son la nota prolongada de más de más,
pero son un aliento que se acaba,
son feroz reclamo,
son arcadas del ánimo perdido.
Intento estorboso, inútil,
ridícula mojarra
húmeda diario de llanto,
cháchara incontenible
que se va por las cloacas de la ciudad.
Los puntitos
en principio sólo centro de senos
se encumbran sobre las íes de comatosos pasajes
vagabundos sin oídos ni ojos
que les soporten el desgañitamiento.
Ulcérica escribo con tinta de pez beta
sobre pergaminos antiguos
que elimino con palabras SOLOMÍAS
y recién nacidas cuando te conocí.
Grande lástima: almuerzo de pirañas
en tus ojos, en tu labio y en tus dedos
searrejuntanyseaprietan
y quién puede, ¡Jesucristo!
comprender tal majadería.
Cómo se vierten
las hojas tristes
junto con excretarrados pobres papeles,
cómo las orinan los urogallos
cuando las llevas al tiradero.
Qué vedados nos estarán
hasta el fin de lo infinito
los poderes
de los que -se- comprenden.
El feroz y chistoso Hormigón |
Los medievales sólo sabían ver diablos |
domingo, 5 de enero de 2014
Primera visión del pájaro carpintero, tal y como me la recordó la segunda
La primera vez que vi un pájaro carpintero andaría por los trece. Lo fui a visitar a la sierra, con el más excelente guía de todos los tiempos. No tuvimos que viajar mucho: se nos apareció como una visión a escasos metros de la casa del tío abuelo, y el abuelo original nos lo señaló, lo apuntó con su dedo infinito que no desaparecerá nunca porque llevo una copia en mis propias manos grandes.
El animal picoteaba la madera de árbol gigantesco (¿roble, encino?) y conservo la impresión de haber mirado en busca de aquel pájaro de caricatura, única referencia de una niña de ciudad desarbolada como fui. Para ser sincera, no recuerdo exactamente qué es lo que vi, pero sé que esa noche dormí casi tan satisfecha como cuando vi y escuché, muchos años después, una pareja de halcones camino a la mina encantada en el mismo bosque en medio de la sierra.
Espacio virginal de mis recuerdos, cada piedra de río, cada minúscula caída de agua, cada bolita excretada por los venados que se escabullían al anochecer por entre las cercas hasta la huerta para mordisquear nuestros duraznos, cada insecto no descubierto aún por la ciencia (¿cómo podría tener nombre un ciempiés gigante de múltiples tonos neón?), cada historia de nahuales y duendes, de criaturas que se aparecen a los caminantes nocturnos, es una polilla que he clavado con un alfiler y extremo cuidado en la historia de mis días, en una época de asombro y lucidez perdida en la que los pies eran raíces que se integraban y casi tocaban el magma de la Tierra hasta que la madera envejeció y se soltó para formar pies; dos tumores de formas hórridas y dedos confusos como los de cualquier adulto, proporcionados para caminar sobre la superficie, destructores así de la íntima conexión que sin duda debe existir entre un infante y todo lo demás.
Múltiples preguntas vienen a la cabezota de aquellos días: misterios intactos en el corazón de los cerros, entrañas de la mina hasta la que nunca llegué pero de la que hay fotos tomadas con la cámara de mi padre que quizás algún día me anime a compartir por acá, murciélagos que vuelan bajo apenas oscurece y de los que nunca supe la guarida diurna, tarántulas escondidas en madrigueras a ras del suelo que perecían apenas caía la tormenta... Pero hoy, cosa muy rara, sólo me apetece hablar del pájaro carpintero, señor de oficio digno de santos, ilusión borrosa de una vida que una vez viví y que no es ésta.
El animal picoteaba la madera de árbol gigantesco (¿roble, encino?) y conservo la impresión de haber mirado en busca de aquel pájaro de caricatura, única referencia de una niña de ciudad desarbolada como fui. Para ser sincera, no recuerdo exactamente qué es lo que vi, pero sé que esa noche dormí casi tan satisfecha como cuando vi y escuché, muchos años después, una pareja de halcones camino a la mina encantada en el mismo bosque en medio de la sierra.
Espacio virginal de mis recuerdos, cada piedra de río, cada minúscula caída de agua, cada bolita excretada por los venados que se escabullían al anochecer por entre las cercas hasta la huerta para mordisquear nuestros duraznos, cada insecto no descubierto aún por la ciencia (¿cómo podría tener nombre un ciempiés gigante de múltiples tonos neón?), cada historia de nahuales y duendes, de criaturas que se aparecen a los caminantes nocturnos, es una polilla que he clavado con un alfiler y extremo cuidado en la historia de mis días, en una época de asombro y lucidez perdida en la que los pies eran raíces que se integraban y casi tocaban el magma de la Tierra hasta que la madera envejeció y se soltó para formar pies; dos tumores de formas hórridas y dedos confusos como los de cualquier adulto, proporcionados para caminar sobre la superficie, destructores así de la íntima conexión que sin duda debe existir entre un infante y todo lo demás.
Múltiples preguntas vienen a la cabezota de aquellos días: misterios intactos en el corazón de los cerros, entrañas de la mina hasta la que nunca llegué pero de la que hay fotos tomadas con la cámara de mi padre que quizás algún día me anime a compartir por acá, murciélagos que vuelan bajo apenas oscurece y de los que nunca supe la guarida diurna, tarántulas escondidas en madrigueras a ras del suelo que perecían apenas caía la tormenta... Pero hoy, cosa muy rara, sólo me apetece hablar del pájaro carpintero, señor de oficio digno de santos, ilusión borrosa de una vida que una vez viví y que no es ésta.
La sierra del abuelo |
Me gustaría decir que ese fue el mismo día en que vimos el avispón azul de cuerpo gigantesco y diminutas alas anaranjadas, pero temo que los dos hechos en realidad fueron muy distantes y yo los he unido inconscientemente en un intento de embellecer los recuerdos de aquellos días de lluvia incansable que comenzaban a formar este lodazal.
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