En el principio estaba el hombre, y junto con él, revueltos los mamíferos intermedios, los dragones y las quimeras; toda bestia imaginable u oculta habitaba junto con el hombre primitivo en ese entonces.
Una manada de homínidos escapaba
del hueco de la noche al hueco aún más negro de una caverna natural. Ojillos oscuros y acuosos permanecían expectantes de lo que pudiera esconderles la
privación de la luz solar, de las feroces aves gigantescas que de un solo
picotazo atravesaban familias enteras de alimañas en vías de evolución
vengativa, pero también a los prehombres cuyos cuerpos blandos y manos y pies
desprotegidos de garras, mandíbulas y caninos insuficientes, dejaban en la
indefensión total. El más pequeño del grupo caminaba apenas y era tan
vulnerable que en cualquier momento podría ser abandonado como un señuelo para
entretener las fauces de algún oso de hocico corto a mitad de una huída fugaz. Así, la cría debía aferrarse al
cuerpo peludo de la madre por sobre todas las cosas, y en medio de aquella
agitación general, también a él, por instintivo terror prematuro, se le agitaba
el pequeño pecho mientras con los ojos muy abiertos intentaba convertirse en
nocturno y distinguir como en la relativa calma del día, de modo que ni
siquiera se distraía del gran telón con el pezón lechoso al que se abrazaba.
Al lado, acurrucado a la entrada de la cueva y con la cabeza afuera de ésta, un ejemplar
más joven miraba curioso, olfativo, temiendo incluso del aire que le entraba
por la nariz chata y gruesa. Un par más de la misma edad más o menos se
abrazaban en el fondo de piedra con las cabezas metidas bajo los brazos,
alejados de la hendidura que daba hacia la inmensidad. El último era el más
interesante. Tenía manos grandes como piedras rasposas, pecho abultado,
expresión aún más rústica y simiesca que el resto. En él todas las facciones de
los anteriores se intensificaban y llenaban de callos, arrugas y aún más pelo
áspero. Era el líder, el macho alfa que riñe a mordiscos y con las uñas como
garras sobre los pescuezos de los otros machos adultos que pretendían acercarse
a la única hembra y su valor para defender a los demás era tan grande como el desconocimiento de la
Tierra prematura que se portaba como una nodriza que los alimentaba, a ellos,
sus hijos, profusamente con la lava de sus profundidades. Y aún así no se
atrevía más que a mantenerse de pie ante la entrada del refugio, pelando los
dientes verdes al vacío, como midiendo los peligros con el puro tacto del
ambiente en los belfos, girando la cabeza muchos grados a la vez con cada
crujir de quién sabe qué cosas.
Eran del tipo de bestias que
presienten el desastre, el desborde natural. Las horas nocturnas se
alargaban y persistía la sensación en sus cuerpos latentes de que lo que los
amenazaba se encontraba ahí, escondido, sigiloso y estirado, a ras del suelo,
listo para dar el fatal zarpazo. Pero nada ocurrió y eventualmente se
amontonaron como el resto de las criaturas diurnas en una orilla de la caverna.
No obstante, uno de los jóvenes no durmió, sino que quedó despierto, con los ojos esféricos. Fue él
el que encontró la chispa primigenia en su vuelo directo hacia donde estaba. Naturalmente,
la tomó con punta del pulgar y naturalmente también, ésta le ardió en el dedo,
luego le chamuscó un poco del pelo ralo de la barriga para descansar por fin en
la nervadura del piso de hojas secas. El primer incendio dio inicio. El animal reculó con las facciones
agrotescadas por el juego de luces y sombras, las piernas primero débiles y
luego musculosas como las de los pájaros gigantes que recorrían distancias
admirables en segundos. Al salir corría por entre las piedras, se agarraba con
los dedos como garras y esquivaba los obstáculos de un escenario invisible,
casi como prediciéndolos, las manos en el aire, batiéndose rapidísimo para
conseguir el equilibrio necesario para la huída, casi emplumado, los dientes trozando troncos,
piedras y raíces, masticándolo todo a su camino, triturando monstruos y mamuts
de magnitudes maravillosas… Y al verse ya muy lejos, solo, perseguido por nada más que las
estrellas y los nubarrones de un planeta inestable e hirviente, se detuvo y
volvió la cabeza hacia el camino por el que había atravesado. A lo lejos una mancha
del color de una herida abierta que se alargaba cada vez más amenazaba con engullirlo
todo mientras el prehombre se alejaba, también por primera vez, bajo la complicidad y protección de la máxima
negrura.